Cuando conocí a Tomás Carrasquilla
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Resumen
El Maestro se encuentra sentado a una mesa del "Café La Bastilla", en ese momento sólo concurrido por él, allí en un rincón umbroso, a la derecha, entrando, del enorme espejo de molduras doradas en el que gustan contemplarse los jóvenes buenos mozos de Medellín; por dos estudiantes de pueblo que toman tinto; y por un señor del comercio que se sorbe apresuradamente una taza de café con leche, al tiempo que se atraca de empanadas que condimenta con pique. El Maestro tampoco está ocioso: las dos mazas de sus dientes postizos enjutan de la grasa, más que la muerden, la pulpa de un chicharrón; y unos dedos largos, retorcidos como raíces sedientas, de protuberancias cuasi gomosas en las coyunturas y encabados en unas manos también secas y blancas, visiblemente reacias por su temblor continuo a todo movimiento prensil, terminan por dejar en el plato la garra monda de pulpa. En seguida extrae de uno de los bolsillos un pañuelo menos usado que arrugado, se enjuga de los labios, del mentón y de los dedos la grasa, y luego le pide a Mesita un tinto cuando éste se acerca al llamarlo con unos golpes discretos dados sobre la mesa con el bastón de bambú. El viejo mesero sonríe, acaso envanecido por la preferencia con que lo distingue el Maestro sobre el "Ñato" Juan, y a poco se lo trae dibujando en la cara, ya un tanto labrada por el implacable trajín de los años, un fulgor de infinita placidez. Pero no se crea que es la mano del parroquiano la que se lleva el pocillo humeante a los labios, sino una maldita convulsión de "guayabo" que pone a oscilar el líquido de borde a borde, hasta derramarse un poco y salpicar en dos o tres sitios los negros pantalones ajados. (…)